Pensando sobre el futuro de la creación literaria, me viene a la mente un escritor que considero fue un emblema reciente del potencial que concentran las letras: David Foster Wallace.

Su obra le colocó en la cumbre de la literatura. A mi juicio, se trata de uno de los mejores escritores estadounidenses de los últimos tiempos. Escribió desde un libro de filosofía matemática, hasta su novela Infinite Jest, texto de mil páginas que provocó un antes y después en la literatura universal.  

El genio de Wallace se libera gracias a su desdén por las formas tradicionales de la narrativa. Juega con el idioma como un niño con la plastilina. Produce en el lector un singular encanto.

Estoy seguro que Wallace se reía de los inflados críticos literarios, que consideran que se hace literatura solo a partir de camisas de fuerza gramaticales e historias narradas por hombrecillos de bigote delgado, manicure, corbatín y zapatos de patente.

Opinan sobre la creación de los demás -pontifican sobre La Literatura– siendo incapaces de crear nada ellos mismos (Me viene a la mente un conocido librero venezolano que se cree dueño del Santo Grial). Critican con su verbo acartonado. Comparan todo lo que leen con la maqueta preconcebida que usan como modelo (Por lo general “Ulysses” de James Joyce – sin haberlo leído, por supuesto).

Esas actitudes equivalen a decir que Jackson Pollock no es un buen pintor porque sus obras no se parecen a las de Leonardo Da Vinci. Harold Bloom, que sí fue un gran crítico literario, a veces incurrió en este error de los esnobs. Se atrevió a decir que, comparado con Wallace, Stephen King es Cervantes[1]. No creo que ni Wallace ni el creador de Shawshank Redemption y Stand by me merezcan semejante comentario. Ambos narradores son maestros del oficio.


Wallace irrumpió en el universo literario para cuestionar lo que habían escrito los monstruos convencionales. Puso un foco a los estilos canónicos y les obligó a desnudarse frente a espectadores impávidos. Demostró que la literatura no tiene límites. Lo escrito hasta hoy es solo un contexto. Lo que falta por escribir es un universo infinito. Nada está definido a priori.  Este horizonte hace barro húmedo de la novela, el cuento, la poesía y el ensayo. A los escultores literarios nos toca soltar las amarras de nuestra creatividad.

Creatividad que no se agota con el logro de una historia estructurada con solidez y gramática perfectas. Con Wallace se evidencia que el genuino hechizo – esas chispas de genialidad- aparece cuando el escritor se arriesga en lo desconocido y sin complejos propone nuevas formas para la arquitectura del verbo. Eso hicieron Murasaki Shikibu, Boccaccio, Cervantes, Shakespeare, Balzac, Melville, Tolstoi, Kafka, Hemingway, Borges, Paz y tantos otros virtuosos. Se inmortalizaron por atreverse a romper moldes. 

Wallace penetra hasta la fibra de las letras, haciendo del lenguaje una varita mágica que regala milagros. El idioma se vuelve una cápsula espacial. Viajamos por mundos asombrosos. Uno ríe a carcajadas, reflexiona, medita, piensa, existe. Sus traviesas extensiones narrativas son únicas. Wallace las simboliza con largas notas al pie de página, que asustan en un primer impacto. Pero allí yace su provocación, la rebeldía intelectual. Al comenzar a leerlas, con frecuencia uno debe parar la lectura para secarse las lágrimas. Y no es humedad melancólica. Son lágrimas de risa.

Nadie como Wallace logra mezclar los problemas más complejos de la humanidad con situaciones y comentarios hilarantes. La comunicación con el autor es constante. Se adelanta a las reflexiones que su narrativa genera. Terminando de leer un parágrafo, la piel se eriza al aparecer una nota al margen que habla en directo a nuestros pensamientos. Wallace llega lejos. Desmenuza el proceso psíquico que su mensaje provocará, brindando así respuestas cristalinas a las inquietudes de sus lectores.


En Wallace el lenguaje es un instrumento y no el objeto de su creación. Allí reside la génesis de su magia. Una vez que afirma su personalidad, comienza el juego con las letras y sus historias son relámpagos de genialidad. Leerlo es lanzarse al espacio exterior para ver qué pasa, qué planeta raro vamos a encontrar. Sus historias demuestran que la literatura es un arte similar a la pintura. Las reglas las impone el autor, solo el escritor y más nadie. Wallace se puso a crear, y lo hizo con tal nivel de brillantez que inventó una nueva forma de entender la Literatura. Su fórmula es: Haz lo que te dé la gana…tú eres el amo y señor de esa página en blanco…atrévete…escribe.

Wallace dio al significado de ser escritor una dimensión retadora. Su obra enseña que nuestro arte no es oficio de cobardes, contables ni agentes de seguros.  Escribir significa adentrarse en cavernas inhóspitas y salvarse a punta de ingenio.

Pero a Wallace el destino le jugó cartas envenenadas. La vampírica depresión que sufría fue el reverso de sus luces. Se sometió a electroshocks y experimentó con toda la farmacología. Se recluyó en asilos. Tras recibir honores literarios, manejó un autobús escolar y limpió baños públicos. También fue campeón de tenis, dio clases en las mejores universidades y recibió el único premio que se otorga en Estados Unidos a los genios consagrados. Quien le conoció quedó embrujado.

«Si alguien salta de un edificio en llamas, está eligiendo la muerte más benigna». Cuando se ahorcó, Wallace tenía 46 años.  Pero allí quedó su obra, monumentos a las posibilidades del ingenio. Nos enseñó que el futuro de la creación literaria es seguir creando.  




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4 respuestas a “David Foster Wallace y el arte de crear literatura”

  1. […] Más sobre DFW […]

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  2. Avatar de Paola
    Paola

    Estoy iniciando a leer tifus sus escritos , iré lentamente para poder digerir cada relato . Este me ha parecido estupendo .

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  3. Avatar de Ana Olivares
    Ana Olivares

    Creo que eso pasa cuando a los ilustres críticos les da flojera seguir en pensamientos profundos que generen verdaderas críticas. Es comprensible pero injusto.

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  4. Avatar de Miren Josebe
    Miren Josebe

    Excelente

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