Venezuela es una realidad bizarra. Es imposible vivir en este manicomio y no recordar aquel capítulo de la genial Seinfeld, donde aparecen las némesis de cada protagonista actuando como sus alter egos, viviendo vidas opuestas, como si los personajes tuvieran sus espejos disonantes: un Kramer ordenado y cuerdo, George intelectual, sin neurosis. Lo que ocurre aquí es una suerte de desorden mental, padecimiento que bien vale la pena escudriñar y convertirlo en una psicosis formal, algo descrito en medicina por los manuales de la psiquiatría moderna.
Por más que intento comprender, me resulta retador ponerle definiciones conceptuales a la tragedia nacional. Es un rompecabezas existencial de difícil resolución, porque las referencias históricas no existen; estamos ante un suceso inédito en los anales de la humanidad, un caso de estudio multidisciplinario, con material exquisito para amantes de las ciencias ocultas, la politología, los recovecos de la mente, la criminología, la filosofía, el derecho, el folklore, la comedia, el teatro del absurdo, la sociología, la antropología, la arqueología y así ad infinitum.
Y uno diría que semejante universo multicolor es suficiente para distraer a la mente y conseguir algún respiro, mas eso sería un acto de locura similar al que nos atrapa en este manicomio que es Venezuela. Porque para huir, uno ha de conectarse con su némesis y tratar de copiar a Seinfeld, haciendo lo contrario de lo que se experimenta al abrir la prensa o contaminarnos de la matriz de opinión consolidada.

Recuerdo que el destino final de Patrick McMurphy (Jack Nicholson) en «One flew over the cuckoo’s nest» (Atrapados sin salida) fue una lobotomía. Quizás aquí toca lo contrario. Poner la cinta en retroceso…y escaparnos…tal y como hizo el «jefe» Bromden (Will Sampson) en la inolvidable cinta de Milos Forman.








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