Hace unos días vi un documental de Netflix sobre el pederasta Jeffrey Epstein. Me pareció un trabajo poco profesional y sesgado, por múltiples razones. Pero dos de ellas son particularmente peligrosas y elocuentes del mundo que vivimos, donde se juega con la vida de las personas como si se tratase de plastilina.

La agenda política detrás de la producción es innegable. Sin necesidad alguna, en varias ocasiones muestran al presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, como si éste fuese cómplice del criminal, y en cambio, Bill Clinton, que posee múltiples registros de sus viajes, en el “Lolita Express”, a la isla del pederasta, el documental apenas lo menciona y cuando lo hace (porque sería un descaro no hacerlo) se pretende limpiar su imagen, haciéndolo ver como inocente.


Así mismo, el documental no tiene miramientos para exponer al abogado Alan M. Dershowitz y destruirle su reputación, con acusaciones sin ninguna base y poniéndole a la defensiva, simplemente por haber cumplido con su deber como jurista. Dershowitz es uno de los grandes abogados de la historia del Derecho. De orígenes humildes, a punta de genio y todavía veinteañero fue la persona más joven en obtener la titularidad de una cátedra de Derecho en Harvard, y su carrera y obra literaria marcan un hito que sirve de inspiración y ejemplo a miles de personas.

El otro punto que debo resaltar es el de las víctimas del pederasta. Un documental sobre un caso tan grave, que resalta uno de los crímenes más aberrantes que puede cometer un ser humano, debe cuidar los detalles con precisión quirúrgica.
Soy opuesto a la pena de muerte en prácticamente cualquier caso. No obstante, considero, y así lo he dejado por escrito durante toda mi trayectoria profesional, que la pederastia es una de sus excepciones.
No existe crimen más monstruoso que la destrucción de la vida de una persona totalmente inocente e incapaz de defensa alguna, con todas las implicaciones psicológicas y morales que este crimen supone para la víctima y familiares y la misma sociedad, que debe lidiar con una máquina de maldad que se nutre de este tipo de casos.
Por esta razón, el documental tenía que procurar el cuidado de todas las formas y colocar víctimas que generasen una absoluta empatía en el espectador, y no conflictos en su apreciación de la gravedad del crimen.
Epstein produjo una red muy amplia, con capacidad de infligir un daño incuantificable a un universo vasto de víctimas reales y potenciales. En consecuencia, era fundamental que los testimonios que se utilizaran fueran capaces de producir en el espectador una empatía a prueba de cualquier reflexión ambivalente. Y no fue así.
Algunos de los casos que se utilizaron, de hecho, el principal de los seleccionados, fue el de una muchacha (Virginia Roberts) que se empleó voluntariamente como masajista, viniendo de ser empleada en el resort de Donald Trump (Qué “casualidad” que sea precisamente este el caso – de las decenas que existen – el que se resalta con mayor énfasis).

La muchacha, por voluntad propia y en pleno uso de sus facultades mentales se mantuvo como empleada de Epstein durante años. Recibía un sueldo, y comisiones adicionales por cada niña que reclutara para Epstein. Viajaba a la isla del pederasta y comentaba lo bien que lo pasaba. Aceptó regalos y toda clase de beneficios materiales, reclutó a su hermanita menor y la introdujo en ese mundo, y finalmente aceptó una beca de estudios, totalmente pagada por Epstein, para viajar a otro continente y cursar estudios como masajista profesional. Allí conoció a un hombre y decidió casarse, y fue entonces cuando “entendió” que más que empleada de Epstein, era su víctima. Allí emprendió una campaña para exponer la red de pederastia y llevar a Epstein a los tribunales.
No soy quién para juzgar a nadie (Nadie realmente lo es). Pero me pareció que, si querían generar una genuina empatía en el espectador con respecto al daño causado por Epstein, quizás esa no fuera la mejor selección de víctima. Es imposible analizar ese caso –el de esta muchacha en particular- y no sentir internamente una sensación ambivalente respecto a los genuinos motivos de esta mujer para irse contra el depredador. Después de tantos años beneficiándose personalmente de su relación con aquel criminal, es cuando contrae matrimonio, y comienzan los problemas económicos a sentirse, que decide demandarlo. No me pareció un personaje capaz de generar la empatía suficiente para despertar la repulsión que se tiene que sentir cuando uno analiza estos casos.
Así las cosas, hace unos días, una mujer publicó en Twitter un comentario sobre el documental. Al leerlo, coloqué una nota expresando que me había parecido una producción deficiente. La mujer me expresó que ella había sufrido abusos sexuales y que era importante que estos temas se hicieran públicos. Entonces comencé un amable intercambio con ella, donde le decía lo que me había parecido malo del documental.
En uno de los comentarios, hice alusión al caso de la empleada de Epstein y otras como ella, y afirmé que el documental de Netflix debía haber tocado con mayor profundidad el tema de las responsabilidades implícitas, para así neutralizar la ambivalencia que generaba en el espectador esos ejemplos de víctimas que producen sentimientos encontrados.
Afirmé que, tratando un tema tan complejo frívolamente, se les hacía un flaco favor a víctimas mucho más evidentes.
Y entonces escribí el famoso tuit:
Al decir «esas mujeres», me estoy refiriendo a las mujeres adultas que demandaron ante los tribunales (en este momento de mi línea argumentativa son las mujeres, y no las adolescentes, las que tengo en mente) y así, como ven en estas fotos que copio, es como aparecen en el documental:
Explicaba que a los catorce años una persona, desde el punto de vista de la biología, el Derecho y la cultura no es considerada “niña”, y que, de hecho, existen culturas donde ya a esa edad las personas del sexo femenino son consideradas mujeres.
Estaba afirmando un hecho tan real como la Ley de la Gravedad o la rotación de la Tierra alrededor del sol. Así mismo respondí que si un adolescente asesina a su novia o toma una escopeta y masacra a sus compañeros de estudio, esa persona, pese a su edad, es considerada con grados de responsabilidad, obviamente atenuados y con muchas aristas que deben ser consideradas, pero es responsable de sus acciones, porque tiene una edad donde -según dice la ciencia- ya existen niveles profundos de conciencia.
Teniendo en mente a la muchacha del documental, la adolescente es una persona cuyos actos tiene responsabilidades implícitas (En Venezuela, la edad legal para contraer matrimonio sin autorización de los padres es a los catorce años), sin esto significar que su realidad como víctima no sea verdadera y lo más importante.
Y sin significar tampoco que no haya casos de adolescentes donde evidentemente la única y exclusiva responsabilidad recae solo en el depredador. Pero no siempre es así. Basta leer a Vladimir Nabokov («Lolita») para saber que hay muchas adolescentes que a los catorce años ya han desarrollado una gran madurez psicológica, emocional y sexual.

Y es al Derecho al que le corresponde dirimir qué grados de responsabilides existen cuándo suceden casos de abusos sexuales, no a cualquier persona que decida irse contra alguien alegando ser víctima de abusos.
Pero a partir de esta discusión, que se desarrollaba en tono respetuoso e intelectual, un personaje de la farándula (que por dinero expone, en Instagram, en poses cuestionables a sus propias hijas menores de edad, una de ellas de apenas tres años) decidió que tenía una oportunidad para hacerse popular.
El esperpento en cuestión extrajo uno de mis tuits, y descontextualizándolo totalmente, inició una campaña nacional para someterme al escarnio público, a partir de un linchamiento salvaje que creo no tiene precedentes en Venezuela.
El sujeto de marras, me expuso como un “pedófilo”, e inmediatamente, tratándose de mi nombre lo que estaba en juego, la noticia se hizo viral, al punto de alcanzar el número uno como tendencia de noticias nacional, durante dos días completos.
Inmediatamente comencé a recibir toda clase de ataques, viles ataques, que fueron publicados en todas las redes sociales con el más descarado de los desparpajos. Me amenazaron de muerte, se metieron con mi esposa, fallecida de cáncer hace pocos meses, publicaron toda clase de mentiras sobre mi persona; siendo yo un profesor reiteradamente premiado y reconocido por mis alumnos, una abogada, con visibles limitaciones (No la acepté, por mediocre, en nuestro equipo de abogados, cuando demandamos a Chávez ante la Corte Penal Internacional de La Haya), llegó a decir que yo había sido removido de una “prestigiosa universidad” por actos indecorosos; sacaron extractos de mi obra de ficción, manipulándolos para hacerme ver como un depravado sexual, mi cuenta de Twitter sufrió una baja de cinco mil seguidores, muchos de los cuales escribieron toda clase de insultos hacia mi persona, publicándolos en esa red social, también en Facebook e Instagram.
Viendo como esto sucedía no dejaba de pensar en las paradojas de esta historia. Toda mi vida he afirmado que la pederastia merece la pena de muerte, y de repente, un perfecto desconocido, con sus brazos tatuados y el pelo pintado con mechitas amarillas (cuya mayor aspiración de vida es parecerse a Kim Kardashian), decide hacer su agosto con mi persona, y en un dos por tres, tiene a miles de almas, huecas como él, siguiéndole el juego y acusándome salvajemente del peor crimen que una persona puede cometer en la vida.
Este individuo y su séquito de buenos para nada cometiendo un crimen salvaje, porque la difamación es un asesinato de la moral, y haciéndolo con total libertad y absoluta impunidad.
Un comentario mío de Twitter se transformó en un crimen, pero fue un crimen perpetrado contra mi persona.
Este sujeto y sus seguidores son aquí los únicos criminales. Por vivir en Venezuela donde no existe Estado de Derecho (y porque no voy a perder más tiempo con este seudo humano), no pienso acudir a los tribunales.
Pero entiéndase bien. Se ha cometido un salvaje crimen. El delito de difamación es particularmente grotesco, ya que es imposible revertirlo. Una vez que las plumas se sueltan en el aire, no se pueden recoger. Es un crimen que afecta a mi persona y a mis hijos, que también son víctimas directas de los ataques. Y aquí la ironía.
Estos cazadores de brujas, inflados con su moralismo fariseo, se sienten empoderados por una sociedad que así lo ha permitido. Son múltiples lo casos de personas que literalmente ha sido destruidas por estos paladines de la “moral” y “las buenas costumbres”.
Se ha producido suicidios, despidos laborales, imposibilidad de trabajos futuros, destrucción de carreras brillantes, y toda clase de secuelas terribles a la psicología, a la dignidad, a la confianza, y mil cosas más; y allí siguen estos criminales, libres y felices, sintiéndose que le están haciendo un bien a la humanidad, cuando los verdaderos monstruos son ellos mismos.
Esta experiencia que he tenido es para mí una escuela invaluable, que me enseña el porqué el mundo que vivimos está patas arriba. Es un mundo donde los valores humanos están invertidos. Personajillos como el sujeto de las mechitas amarillas ganan popularidad y dinero destruyendo las vidas de perfectos inocentes, y allí siguen sonrientes y como si nada.
Y personas de trayectorias intachables y carreras brillantes, aportándole genuino valor a la sociedad, arrimados como parias, escupidos y despreciados por sus congéneres. Casos sobran:
Allí están los policías que defendieron el Palacio de justicia colombiano, pudriéndose en la cárcel, mientras que los terroristas que pusieron las bombas, fueron premiados con inmunidad parlamentaria y cargos políticos.
Allí está Woody Allen, un genio, cineasta como ninguno, incapaz de producir un film en su propio país, donde es rechazado por la infamia fabricada por una mujer vengativa.

Allí está Plácido Domingo, uno de los artistas más talentosos de la historia contemporánea, con su nombre manchado para siempre, por estos cazadores de brujas implacables, que con patente de corso vierten su veneno y aniquilan a sus víctimas.

Lo más triste del asunto, es que estos casos no son analizados con la seriedad que amerita. Nadie discute las verdaderas motivaciones que hay detrás de los ataques.
Porque nunca la razón verdadera es la que los asesinos de la moral dicen defender. Al humanoide de las mechitas amarillas lo menos que le importa en su cruzada es proteger a las víctimas de pederastia. Su motivación real es otra, vil, mezquina, chiquita, patética.
Movido por la envidia, y las ganas de ser popular, saca los colmillos y emprende su cruzada. Y miles de cabezas huecas, sin siquiera preguntarse qué hay detrás de todo, y buscar la verdad antes de opinar, se lanzan en la misma cruzada de titanes de la moral, a destruir, todos contra el “pedófilo”.
Y así, cientos de personas que vienen acumulando rabias y escozor por el éxito ajeno, aprovechan el momento y se lanzan también en el operativo homicida (porque repito, la difamación es un vil asesinato), porque tienen ahora el disfraz perfecto para esconder sus resentimientos y carencias.
Entonces ya pueden hacer lo que siempre quisieron: Destruir a la persona que envidian, sin hacer su sentimiento mezquino tan evidente, inclusive para sí mismos.
Espero que este caso se convierta en una lección y material de reflexión para muchos. El mundo que vivimos no está bien. Hay una terrible enfermedad de valores, que está acabando con la civilización occidental, y todo lo que se ha conquistado durante sus siglos de existencia.
Estos cazadores de bruja del siglo XXI no son distintos que aquellos sujetos que quemaban vivas a las mujeres inocentes, solo porque a sus esposas les parecían demasiada tentación para sus respectivos maridos.
Son asesinos de la moral, son criminales de la peor especie. Y deben ser señalados y condenados con todo el peso de nuestro repudio. Solo así comenzaremos a poner las cosas en su lugar. Solo así empezaremos a sembrar las semillas de un mundo mejor para nuestros hijos.
Afortunadamente para mí, fui criado en el mejor de los hogares. Eso me permitió desarrollar una fortaleza mental y moral que me protege contra estos infames asesinos.
Pero no todos tenemos la misma suerte. A veces el asesinato que estos pobres seres perpetran, no solo aniquila la moral y el buen nombre, sino que también culminan en el suicidio de las víctimas de su horrendo crímen.
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