La casa de mi abuela es una casa muy especial.
Casi todas las personas que conozco tienen abuelas normales que viven en casas normales, pero mi abuela no es así.
Ella es diferente porque tiene una mezcla de factores que le hacen parecerse solamente a ella misma.
Su casa es grande y está repleta de objetos hermosos, legado de mi bisabuelo, que era coleccionista de arte y tenía buen gusto.
Pero lo verdaderamente exclusivo de aquella casa no son sus cuadros, tampoco sus esculturas, ni siquiera su vasto y bello jardín.
La casa de mi abuela es única por lo que uno experimenta en el comedor.
Allí, sentados a la mesa está el gran tesoro de esa casa, nada más y nada menos que mi familia.
Somos catorce un sábado, otras veces más y a veces menos, pero por atribuírsele a Judas ese número en la Última Cena, nunca contamos trece, si acaso esa cuenta estuviera presente, de inmediato una silla sería retirada o añadida, no importa si algún comensal tiene que comer en el “pantri” o el primito con su chupón lo traen de la sala a comer por segunda vez, jamás seremos trece, así sea la lámpara la que se transforme en persona, en fin, nadie desea a Iscariote como compañero de mesa.
Son detalles como ese, pequeñas locuras aquí y allá los que hacen de mi familia un regalo del cielo.
En la cabecera se sentaba mi abuelo, pero desde que él almuerza con los ángeles, allí se sienta mi abuela.
¿Cómo describo a la madre de mi padre?
¿Qué rasgos puedo resaltar de esta mujer tan peculiar?
Primero que nada, está su voz.
No es cualquier voz. Mi abuela entona las palabras como si éstas fueran rayos solares. Cada vez que dice algo, por alguna razón siento emociones muy intensas, y siempre fue así.
Mi abuela habla con la voz de quien ha atravesado un camino lleno de sorpresas, el sonido que sale de su boca es el eco de lo vivido, un calendario que podría llamarse poesía, sus años son versos que iluminan.
¿Qué es la poesía?
¿Son palabras?
¿Es una imagen?
¿Recuerdos quizás?
La poesía es mi abuela y nada más.
Porque nadie como ella ha tenido una vida tan llena de luces y colores, tan marcada por sombras e inviernos, nadie como ella ha volado como pluma y ha tenido la dureza de las rocas.
Cuando pienso en fuerza recuerdo a mi abuela, cuando necesito paz allí está ella, si algún día necesitase un ejemplo, no habría otro mejor que mi abuela.
Son noventa sus años vividos y los surcos de su frente me invitan a la admiración contemplativa de los símbolos que todo lo dicen sin decir, que todo lo muestran sin mostrar, que todo lo tocan sin tocar.
Y en esa mesa se grita y todos hablan a la vez, mis tíos y mis primos, mis padres y hermanos, allí nos sentamos a remendar el mundo, entender a Venezuela y ser juntos uno solo, la familia que tiene un centro, y ese centro es mi abuela.
Como isla flotando en el océano, mi abuela salva al náufrago y ofrece belleza al turista.
Tiene mi abuela un rostro hermoso, quizás por eso tantos de mis más cercanos parientes también son hermosos.
A esa mesa se sientan presidentes, embajadores y ministros, también actores, cineastas y escritores; amas de casa, niños y niñas, hombres y mujeres. Un día se habla de Irak y otro se comenta a Balzac, un día se pelea hasta rabiar y otro se ríe sin cesar.
En la mesa todos hablan sin parar, nadie sabe quien habla con quien, todos dicen cosas, gritan y ríen a la vez, tres, cinco y hasta seis. Pero no es un coro lo que suena, es un bullicio que para un visitante despistado es ruido, pero que para mí es el sello de nuestra fábrica, la orquesta que dio música a mi existencia. Esa mesa es testigo de que hay muchas familias, pero ninguna es así como ésta, esa mesa tiene a los míos, y a esa mesa se sienta mi abuela.
Y decía que su voz era el sol, pues su rostro es todavía mejor. Su mirada tiene paisajes que no son un par de ojos. De sus esferas grises se asoma el mar y vuelan las gaviotas. Los ojos de mi abuela son la playa, las montañas y los planetas del Universo.
Allí, en esos ojos de Calista, nace el soplo que da vida y el abrazo que reconforta. Los ojos de mi abuela son besos y retos. Invitan a sentirse bien y obligan a ser mejor; porque deseando ser como mi abuela nadie puede ser alguien distinto a un campeón.
Y en esa mesa fui niño, crecí y hoy ni llevo la cuenta. Pero no importan los años. En esta casa y sentado a esta mesa, en esta casa y abrigado de tantas voces, allí solamente me recordaré siendo parte de una familia que es única; personas que hablan y comen, beben vino del viñedo Calvet y del «Chateau La Merd»: y comen y gritan, y gritan y gritan, todos a la vez; y comen helado y más helado, de chocolate, ron pasas y café.
Una familia en una casa… Y no cualquier casa. Es una sola, es una casa bella y tiene un tesoro… es la casa de mi abuela.
Estas letras las escribí con motivo de su cumpleaños número 90… en el año 2009.







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