Entro al Bar con la intención de pecar. Tenía años que no salía de noche y menos a lugares vetados por los ojos moralistas. Se encuentra en una esquina, luego de atravesar el puente de la avenida Kalista. Es una mezcla de voces, copas y música que baila por los aires, en una danza permanente con el humo de los cigarrillos y algunas yerbas sospechosas. Las mesas son pequeñas y las sillas aun más, el efecto crea un ambiente enanizado.
Allá veo a una mujer preciosa, con la minifalda tan corta que apenas cubre la zona de los pecados. Tiene el culo firme y orgulloso. La tela no estorba para llegar a él con las ansias inspiradas por su anatomía. Conversa con un sujeto más bajo que ella, injusticia causada por los tacones que le hacen ver muy sexy e imponente, agigantada, inalcanzable. El hombre pasa de los cuarenta años y le brilla el coco cada vez que se coloca en algún ángulo cercano a la luz. Su panza comunica noticias, datos alentadores para otros candidatos que deseen relevarlo en su papel de seductor atrapado en sus propias mentiras.
El caballero sonríe y su dentadura es impecable, con blancos profesionales, tan perfecta que desentona al mezclarse con el resto de su cuerpo. La mujer no está impresionada ni por los dientes, ni por el verbo de su interlocutor. Sus ojos giran en círculos escapatorios, como satélites al acecho de algo que persiguen, pero no encuentran. Cruza los brazos sin bajar la mirada, de tal forma que el hombre parece hablar con un par de tetas, que van vestidas como las piernas de su dueña, avivando fantasías que agravan los pecados anhelados.
Me dan ganas de interrumpir la conversación, como un ladrón de esperanzas, pero me frena mi curiosidad perversa y maluca, el misterio del desenlace de aquella escena que captó mi atención. Ya dije que la barriga del sujeto imprime valor a sus potenciales sustitutos en ese afán utópico.
Un mesonero le pasa de lado y noto un detalle inquietante. La mujer le picó el ojo con sutileza, acción invisible para alguien que no sea detective de vidas ajenas. Mi intuición inicial resucita. Aquí existe un convenio entre el empleado y la mujer.
El sujeto de la cabeza sahárica y michelines gandoleros no para de hablar. Gesticula con confianza etílica. En su mente hay un selfie de macho alfa. Su ímpetu me causa admiración. Se parece al yorkie de mi vecina, con sus ojos saltones y la colita eléctrica, ladrándole a perros que podrían tragárselo de un bocado. Su ambición es elevada y me inspira respeto. A estas alturas ya lo encuentro simpático, mientras que la mujer me está causando molestias.
Los roles se han invertido en mis impresiones. Los atributos anatómicos de esa mujer ahora son relegados a un segundo plano. Soy capaz de atravesar lo aparente, como si yo hubiera nacido en Kripton. Mis ojos esquivan el culo y las tetas, perdiéndose entre los aires insoportables que salen de esa mirada, de esos brazos cruzados y de esa indiferencia.
Escucho sólo los ladridos del perrito que se cree toro. Insiste en gravitar como satélite en el planeta del hastío. Trata de ascender y flotar en el aire como ese humo danzarín que ya describí.
Regresa el mesonero y la mujer le susurra algo que produce la metamorfosis del teatro. La dama por fin hace aterrizar su mirada en la pista ocular del gordito, hasta ese momento un brillo de cabeza y dientes. El empleado le toma del brazo y la conduce hasta mí. Por alguna razón desconocida, el convenio invisible contenía en sus cláusulas que mujeres como ella tenían que acercarse a tipos diferentes, menos barrigones y con la soledad que atrae a los trucos, porque en estos sitios estar sólo es como ser el pez que atrae a estas pescadoras de los peces del pecado.
Mientras la mujer se me acerca, capto que el tipo rechazado entró en razón y se percató de su derrota, que asume con dignidad. El sujeto pide otro trago y el ritmo de su cabeza me recuerda el de Linda Blair en «El Exorcista». Aquí hay un macho alfa etílico que en instantes se convirtió en pajarito.
Ahora la mujer me dirige unas palabras, pero siento que la rechazo. No me gusta ella y sigo hasta donde se encuentra el hombre que hizo de su dentadura un espejo de nieve. Le saludo como si fuéramos viejos amigos, porque él parece necesitar uno y me sonríe con agradecimiento, invitándome un trago.
Estamos en la barra y las sillas giratorias cubren radios de 360 grados. Me cuenta la historia de su vida. El cliché está a flor de piel, así que me ahorro las palabras. Volteo y veo que la mujer se sentó sobre las piernas de un pez que no se resistió a esa carnada. No es tan guapo, casi juega en la liga de mi fugaz amigo, pero la mujer está animada, con esa luz de Lucifer en la mirada, que, lo admito, me perturbó los nervios.
Doy la vuelta otra vez para conversar con mi nuevo amigo, pero su silla está vacía y hay veinte dólares debajo del cenicero. Miro hacia la puerta y le veo salir, encorvado y con su mirada muerta en el piso. Mañana es otro día y quizás las esperanzas se le renueven. Yo también las necesitaré. Aquí estoy solo, con un whiskey que sabe a agua y una tristeza causada por las verdades que me gusta olvidar. Quizás esta es la razón por la que no frecuento a este tipo de lugares.







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