Estoy erotizado. Y entonces, para relajarme, salgo a pasear y toparme con lo que sea. Hoy no me siento en especial creativo. Ando ocioso y cuando desciendo a ciertos niveles de fastidio, me erotizo.
La tarde desea llorar mientras yo camino hacia el parque con una felicidad repentina, causada por el aire urbano.
Caracas es una metrópoli extraña, paradójica, ilógica, esquizofrénica. Se podría afirmar que es como ese amigo que todos hemos tenido alguna vez que padece halitosis y anda con los pelos parados, pero uno igual lo quiere. Mi ciudad es producto de los pinceles de un ángel ebrio, con arranques de genialidad que se desploman en el nihilismo. Aquí el realismo mágico rompe todos los récords y evidencia que García Márquez no inventó nada.
Los peatones surgen como relámpagos sorpresivos y se atraviesan en la vía automotriz como si hubiesen bebido en la fuente de la inmortalidad; los autobuses son groseros y con ellos es imposible sentir afecto, su sola presencia significa humo, ruido, infracción a las normas elementales de la lógica y un accidente casi seguro. Escupen gases tóxicos formando una bruma que se transforma en una burbuja de horror, capaz de destruirle los canales respiratorios a cualquier ser vivo terrestre y volador. Es el humo de un Aladino del Averno; en lugar de genio aparece un demonio.
Sigo mi trayecto caminando por aceras desnutridas, incapaces de ofrecerle espacio a dos personas simultáneamente, por lo que caminar por la calle se hace seudo obligatorio, a menos que te resignes a seguirle el ritmo a quien va de frente y te sientas en el video de Pink Floyd. Uno es capaz de ser hipnotizado si no alzas la mirada… los puntos negruzcos, engomados fósiles del escupitajo, son un decorado inevitable y pueden causarte males estomacales.
Al divisar al fiscal de tránsito (de cuando los había) una idea salta en mi mente. La curiosidad es perversa. ¿Qué sentirá ese sujeto al tener que pasar el día entero con un pito en la boca dentro de este escenario de locos? ¿Cómo serán las sinapsis de sus neuronas? ¿Acaso los semáforos cumplen una función secreta que los ciudadanos comunes ignoramos? ¿Esas lucen al tocar las pupilas del fiscal lo amansarán, volviéndoles autómatas insensibles, o solo infelices? Es plausible y es desolador. Me produce una extraña tristeza presenciar al homo sapiens convertido en zombi. No debe ser nada fácil que la vida transcurra atrapada en un ruido terco, niebla venenosa y la monotonía de una solitaria celda urbana.
Lucho por despistar estos pensamientos lúgubres, que me impiden reprimir la curiosidad que me despiertan estos funcionarios de la ley. Al culminar sus jornadas puede que les toque lo peor: el cuartucho de la pensión con la renta morosa, adeudada a una casera con bigotes que no comprende lo titánico de llegar a fin de mes con un sueldo que apenas alcanza para una semana.
Pero ¡basta! Hoy salí a pasear y distraerme, no a sufrir. Y estos desdichados deprimen y esta tarde no me toca recordar a Schopenhauer. Me obligo a mí mismo a cambiar de sintonía cerebral para hacer un acto de magia con la imaginación: traigo a mis ojos invisibles la escena de un fiscal de tránsito llegando a un hogar feliz, con la cena caliente y una cama limpia.
Continúo mi trayecto hacia el Parque del Este y mi cuerpo protesta. Desde que superé la barrera de los cuarenta mi espalda se hizo exigente y castigadora. Si oso sentirme joven y saludable los dolores me bajan de las nubes. Mas como hoy ya dije que estoy erotizado mejor no pienso en esas cosas y me concentro en ser feliz.
La pasión hace burbujas en mi sangre. Siento por mis venas la lava de un volcán en plena erupción, un rio efervescente navegado por pícaros que pretenden dirigirse al Edén, pero las corrientes les llevan al reino de Lucifer.
Los pecados son poderosos y su amenaza es constante. Mi alma es la de un bribón y por eso tengo tantas historias que hacen persignarse a las beatas. Compro una chicha y le pido al vendedor que le eche canela, como la piel de la dama que me pasa de lado con una sonrisa que tiene mil significados.
Al pagar, no espero por el cambio y avanzo veloz para no perderla de vista. Acecho a la hembra como un animal salvaje en plena cacería y los árboles del parque contribuyen a crear el contexto selvático que coincide con mis ansias. Lleva puestos unos pantaloncitos ceñidos que no tienen compasión con mis debilidades humanas y va directo hacia un banquito. Yo me transmuto. Me convertí en el doctor Fausto y estoy dispuesto a firmar el pacto. Sí, acabo de comprometer el destino de mi alma.
La belleza me rodea en ángulos de trescientos sesenta grados con una vegetación que permite que el viento sople con aromas frutales y el cielo adquiera azules imposibles. Y adivinaron. El Ávila es el emperador en esta comarca. Qué rico todo esto y esa mujer no debe pasar de los treinta.
Sigo mi aventura voyerista y siento que mis ojos salpican testosterona y mi cabeza ya es una habitación de hotel con luz tenue.
Ella se sienta en el banco y cruza el par de demonios entaconados que son parte de las cláusulas del pacto firmado hace un rato con las tinieblas. Sus pechos redonditos lucen honestos; manjares de la mesa que preside Mandinga. Los labios de mi sirena son la manzana que deseo morder y su cabello es tan sedoso que me trae a la memoria la bata que lleva puesta en el anhelo saciado de mis delirios.
Me decido, seré valiente y audaz como recomienda Virgilio para tener fortuna en la vida. El volcán intravenoso de mi cuerpo hierve y quema. Es la magia del Averno. Los achaques son cosa del pasado y otra vez tengo quince años y voy con José, Héctor, Manuel y Rafael a pescar al Centro Comercial.
Dos, tres, cuatro pasos y tomo asiento a poca distancia de mi presa. Mi olfato percibe las esencias que brotan de su epidermis y me imagino que el sabor de la fuente de la que emanan ha de superar con creces a la deliciosa chicha que me bebí antes de emprender esta cacería. ¿Qué palabras decir para no destruir en un segundo cualquier esperanza? ¿Cómo abordo a esta diosa? ¿Qué estrategia, qué táctica me recomienda la literatura maquiavélica?
Tengo que hacerme el pendejo y disfrazar de hombre al perro que soy desde que entré al Parque del Este.
En medio de mi deliberación secreta algo interrumpe el momento. Algo que no estaba en los planes. Algo que viene a sabotear. Algo que enfría el volcán y lo hace de hielo. Se borra la oportunidad. El pacto que firmé es chimbo.
La dama se pone de pie y luce nerviosita, saludando emocionadita a la sombra que se aproxima. ¡No me jodas!
La bruma se dispersa y todo se vuelve nítido. La sombra es un hombre y viene uniformado con un pito colgándole del pescuezo. Lleva un chaleco marrón y una barba que me recuerda al conserje barrigón del edificio donde viví hace tiempo, o más bien al Fat Bastard de los films “Austin Powers”.
La mujer con sus pantaloncitos homicidas se le encarama al sujeto y le zampa un beso porno con los labios que eran míos.
En un instante dejé de sentirme erotizado. Ahora regreso a las calles, a la misma bruma y al idéntico caos. Mas algo mutó en mi interior, como si un huracán hubiera arrasado con mi felicidad. ¡Ese maldito fiscal de tránsito! Ya no me importa su desdicha. Los tipos se pasan el día entero como unos monitos haciendo malabarismo frente a los automóviles detenidos por los semáforos. Atormentan con los silbatos al transeúnte, al piloto y a sus pasajeros; a los pájaros y al viento; y le arruinan la vida a la ciudad. Se creen la ley, pero son ellos los primeros que la violan. Los sujetos son unos tiranos.
El sueldo que cobran se lo pago yo y se los pagas tú amigo lector. Y entonces esos hijos de mil padres concluyen sus jornadas sin haberle hecho el bien a nadie. Y al llegar a sus casas les aguarda una deidad de canela lista para complacerles sus fantasías y caprichos.
Yo, en cambio, tengo que meter en el microondas los restos de la pizza de ayer. Enciendo la Tv, y hay cadena con gente fea y mala.
Así que no me vengan con ese cuentico nostálgico y trillado, porque Caracas no es ninguna sucursal del cielo.







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