Camino por las calles de mi país, que padece una tiranía salvaje y maluca. Las cárceles se desbordan de presos inocentes, y mis paisanos huyen como pueden, tras la pista de mejores destinos. La economía se disuelve en un río fétido, y mis bolsillos tienen huecos. Aprovecho la luz verde y cruzo a la acera de enfrente. Una mujer compra un helado. Sé que mi sueldo deprime, pero me animo. Pido uno de chocolate. Un gustico de vez en cuando no mata a nadie. Lo saborearé despacio, como si en eso se me fuera la dignidad que aún conservo.
Al pasarle la lengua, un calambre me paraliza las piernas. El suelo se agrieta. Los edificios y árboles, los ranchos y la gente, todo se pone borroso. Quiero correr. No puedo. Una fuerza me hala, como si un brazo húmedo emergiera de la alcantarilla para obligarme a descender. Arriba, solo neblina. Así que cedo, sin resistencia.
Pienso en Alicia. Y la rata que escapa de la cloaca muta en un conejo blanco que me ofrece su lomo para el viaje. El cerro, que debería estar allá arriba, ahora se levanta aquí abajo. Me llegan aromas de primavera, como si acabara de llover y la grama brillara de alegría. Me inflo de coraje y sigo al conejo. Decido llamarlo “Figueres”, en honor a Dalí. Aunque lo que vivo se parece más a una ensoñación de David Lynch, que amaba los conejos y los mundos paralelos. Figueres es testarudo. No se detiene, aunque se lo implore.
El paisaje se está tornando espectacular. Los coches en las vías ya no lucen tan viejos. Se manejan solos. Las personas que me rodean caminan como gigantes y llevan sonrisas que parecen sinceras. Un pálpito me detiene frente a un oficial de policía. Me atrevo:
—¿Y los presos políticos? ¿Los que pudren en las mazmorras de la tiranía?
—¿Qué dice, señor? ¿Tiranía? Esa palabra fue borrada del diccionario hace tantos años que ni me acuerdo.
Quiero repreguntar, pero el sujeto se desvanece. ¿Habrá ocurrido el entrelazamiento cuántico? ¿La teletransportación estilo Star Trek? ¿En qué año estoy? ¿Qué me pasa?
Figueres conserva su marcha sin inmutarse, y yo lo sigo con los ojos desorbitados ante tanta belleza. Hasta me tropiezo con una rosa, idéntica a la de mi amigo El Principito. Y de pronto, un cosquilleo en la nuca. Una incomodidad pegajosa. Siento un pegoste en las manos. Un grito me atraviesa:
—¡PAGUE DE UNA BUENA VEZ, YA SE LO COMIÓ!
Abro los ojos. Un hilo marrón, frío y espeso, me serpentea el brazo como un gusano de sombra. Los edificios y árboles, los ranchos y la gente. Todo volvió a ser feo. Busco a Figueres para que me salve, pero lo que veo es una rata monstruosa que se cuela por un hueco y desaparece.
Hurgo los bolsillos. Saco un billete, tan arrugado como yo.







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