La calle no es lo que fue.
Tony —el mandadero—entrega el quinto sobre a don Ignacio. ¡Qué ladilla de vieja!
Isolda—la dama telaraña—vive con su gato Tico y con Darío—un lorito poeta—. Su vida cambió con la llegada de don Ignacio, el vecino sospechoso. En las noches le visitan mujeres con las ropas confeccionadas en los talleres luciferinos. Y un tipo alto y barbudo vigila la entrada, con esos ojos de chacal.
A partir de las diez, los pecados no tienen descanso y los ruidos escandalizan.
Indignada—además de las cartas— Isolda hizo peticiones al alcalde, al editor y a un policía. Pero ignora algo: Don Ignacio es apreciado. A los solteros de la cuadra no se les borra la sonrisa de la cara y los señores tan gritones ahora andan relax.
El jueves de canasta su amiga Clarita sugirió escoger al voluntario para hacer una queja agresiva: a un hombre sí lo escucharán.
Pancho, Bruno y Jimmy son convocados y a los dados seleccionarán al delegado. Pero van más allá, llenos de generosidad: tranquilas. No hace falta. Iremos los tres.
Tan bellos —comentan agradecidas las damas del te canasta—, son maravillosos.
Y para incrementar la paz, Jimmy informa que Francisco —el alcalde—se unirá a la delegación. También Felipe—que todos los domingos comulga en la Iglesia—y Matute: el policía.
Acariciando a Tico, Isolda está feliz: ¡por fin se resolverá esta pesadilla! ¡Que maridos tan especiales tienen Clarita, Rosita y Helenita!
Vienen otras noches y los sonidos son los mismos.
Pero Isolda, Clarita, Rosita, Helenita y las demás no se quejan porque Jimmy, Pancho y Bruno resolverán. Algo así no se soluciona de un día para otro—comentan entre ellas.
El único que sospecha es el lorito Darío, que no canta igual que antes.







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