No sabe cómo seguir. Anda extraviado. En algún lugar escuchó que macho que se respeta no pregunta direcciones. Así que Luis Santoro sigue su camino sin encontrar a Templo Interno, el local nocturno donde acordó reunirse con Miranda. Ella es la hermosa chica que conoció por internet, en una página de citas. Es tarde y hace frio.

En un tiempo lejano, fue un tipo exitoso. En la escuela echaba los mejores chistes. Sus maestros alcahueteaban su mediocridad porque les hacía sentir útiles. La clave para pasar las materias era una inteligencia emocional aguda y la mirada atenta que ponía en clase. Llegó a ser miembro del centro de estudiantes. No era sexy, pero de él emanaba un no sé qué.  En las fiestas arrasaba. Sus habilidades para el baile atrapaban todas las miradas. Le pusieron como apodo: Rubber Legs. Decían que él era la versión latina de John Travolta. Llegó a creérselo y entonces emanó aires de divo que le alejaron de sus amigos. Pero ese Luis dejó de existir.

Al cuarentón de hoy le sobreviven tres pelos en el cogote, tiene muchos kilos sobrantes y odia su trabajo. En la oficina de contadores públicos donde ejerce su profesión, ocupa un cubículo portátil con la mesita del computador, silla rodante y una alfombra acrílica, para moverse los escasos centímetros que le separan del teléfono. Olvidan su nombre y apenas si le sonríen una que otra vez cuando se lo cruzan por accidente. Él suele hablar con Jamileth –secretaria del jefe– cuando se sirve el café matutino; y con Pedrito, el chico lleva y trae que padece un desorden neurológico que le dejó un sonido extraño en la voz y tics faciales. Para el resto, Luis Santoro es otro mueble de la oficina. Llega a las ocho am; a las doce pm se come el sandwich que guarda en la lonchera, y se marcha a las cinco pm. Diez años lleva cumpliendo la misma rutina.

Pero Luis Santoro esconde un secreto.

Puntual, a las seis pm, le visita un amigo salvavidas que le rescata del fracaso que le ahoga en aguas de soledad y tristeza. Esa voz le obsequia música a su existencia. El corazón se le despierta y sus ojos se iluminan mientras experimenta una metamorfosis. El oficinista zombie se transforma en un portentoso semental, el irresistible latin lover que teclea su ordenador usando como login name: «RubberLegs».

En esa habitación que alquila en la pensión de doña María, Luis Santoro se convierte en aquel que debió ser si tan solo el destino le hubiese jugado mejores cartas; si tan solo hubiera hecho esto y no aquello; si tan solo...

Usa un verbo picante que le hace sentir como el maestro de la seducción. Su foto tiene claroscuros que despistan sus rasgos, para poder ser lo que la imaginación de la chica de turno desee. Esa imagen digital hace magia. Las facciones de Luis Santoro son dibujadas con las ansias hormonales de mujeres en celo. Y al describirse a sí mismo, les hace creer a ellas que él sí es eso que alguna vez pensó que sería. Estas amigas virtuales creen que Luis es un playboy con glamour, digno de una foto «Hola style» bajándose de un Maserati frente al casino de Mónaco. Y como ya habrán deducido, queridos lectores, este sujeto puede vanagloriarse de sus innumerables conquistas PC. Invierte muchas horas chateando con esas amigas que jamás ha conocido en persona. En las fotos, todas se ven favorecidas por el ADN y el bisturí. Con Miranda tiene meses intercambiando fotos y mensajes porno. Con el pico de plata que se gasta, sostiene que su vida atareada es la culpable de tantos encuentros frustrados a última hora. Pero los pretextos cliché hoy se le agotaron y al fin conocerá a la mujer de las curvas peligrosas, tan alta ella y con un culo que condena al infierno. Sus fotos han sido material de momentos solitarios inconfesables.

Sigue dando vueltas ansiosas. No lo encuentra. ¿Templo Interno? ¿Qué tipo de establecimiento se llama Templo Interno?

No puede seguir dándoselas de sobrado y pide asistencia a un sujeto que se le cruza:

— … por favor.

— Doble a la izquierda y, al llegar a la valla, cruce y allí está.

— Gracias mi pana.      

Sus tripas sienten colmillos vampíricos.
¿Qué pensará de mí? Coño, la gente engorda y todos perdemos pelo. No joda
, yo soy Rubber Legs!!!

Cruza la acera y entra. El lugar parece un club ambicioso con detalles sospechosos.

— Busco la mesa de Miranda González.

— ¿Tiene cita con la señora?

— Sí. Soy Luis Santoro.

— La señora le espera. Sígame, ella está ahorita en su oficina.

¿Oficina? ¿Señora?  ¿Qué vaina es esta?

Suben por la escalera de caracol. Caminan por el pasillo eterno y oscuro, con habitaciones a los lados de las que salen y entran mujeres semidesnudas, en lingerie y con actitudes que disipan cualquier duda.  

—Aquí es. Toque.

—Gracias.

Suspira, da un golpecito y al instante abre la puerta una dama de mirada triste. Viste un camisón africano y alpargatas bolivianas, que asoman dedos amontonados que a juzgar por su exhibicionismo no parecen conscientes de sí mismos. Tiene la tez pálida y marcada con las huellas de un acné fallecido, que en sus tiempos de gloria no perdonó.

—Buenas noches señora. Busco a Miranda González.

— ¿De parte?

—Dígale que soy Rubber Legs… ella entenderá.

— ¿Luis?… ¿eres tú?

– … ¿Miranda?

El silencio parece no tener fecha de caducidad y por fin Luis suma dos y dos. Miranda es la proxeneta de aquel lugar. Y su imagen… ¿dónde está la mujer con la que tiene meses fantaseando? Lo piensa un segundo y resuelve el dilema con pragmatismo. Disimula la decepción y como si nada le besa el cachete a la dama, preguntándole:

— ¿Hay aquí alguna chica que se parezca a la de las fotos que usaste para chatear conmigo?

—  Tengo varias que son así.

— ¿Y como cuánto sería?

— A ti cariño puedo hacerte un precio especial… ¿te parecen bien cien dólares la hora?

— ¡Coño!  yo no tengo ese dinero.

— Pero sí me tienes a mí… tontito.

— ¿A ti? Pero si tú no eres la de las fotos… me viste cara de bolsa… esto es una estafa. Soy una víctima de Catfish.

— ¿Así es la cosa? ¿Y tú ? Yo estoy viendo a un gordito coco pelado, y no a Rubber Legs, el semental.

— Pero es que yo sí soy Rubber Legs!

— Y yo sí soy tu Miranda.

Luis Santoro siente que un abismo se lo traga vivo y se asfixia con el nudo invisible que le aprieta la garganta. Más tiempo frente a esta mujer y no resistiría las lágrimas que amenazan con delatarle. Sin pronunciar palabra, se marcha.

Ya en la calle, comienza a flagelarse: ¿por qué fui a ese lugar? ¿Y si le hubiera inventado otra excusa?  ¿Y si en vez de decirle que sí le hubiera dicho que no? ¿Por qué tuvo que pasar?

Por los momentos, Luis Santoro ignora que el hombre que entró a Templo Interno no es el mismo que salió de allí. Pero mañana, cuando el reloj marque las seis pm, su amigo salvavidas no lo visitará por vez primera en años.  Y la voz, que llenaba de música su existencia, jamás la volverá a escuchar.



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