Recuerdo el sueño. Lo tuve hace un tiempo. Su pecho se abría en dos y el corazón le guindaba, desde adentro. Caminaba y lo arrastraba. Traté de ayudarlo, metérselo de nuevo. Pero como se trataba de una pesadilla. no pude hacerlo. Sus latidos se despedazaban por el piso y yo fui un incapaz. Los sueños pueden convertirse en realidad. Me da miedo pensar que lo mismo ocurre con las pesadillas. Y esta es una que le dio la razón a mi temor.
Salgo a correr cantando. Las calles nocturnas me inspiran. Un carro sospechoso se aproxima, de esos que erizan la piel por las posibilidades que abren en la mente. Las vueltas circulares y pausadas. Sus arranques sonoros. Mis sospechas se nutren con eso. Luces azules y sigilosas, un simpático can, que saca la lengua por la ventana, transforman el momento en miedo. ¿Será ese animal una marioneta distractora? Suena tonto, lo sé. Pero así funcionan los magos: engañan mientras hacen su truco.
Llego a la plaza con la sensación de haberme salvado de algo, ruedas de la noche que quizás no secuestraron esta vez. Me mezclo entre otros que también se ejercitan. Hay dos amantes sentados en el banco. Las ramas de los árboles reflejan la luz que regala la luna, que muestra su cara entre las nubes y el cielo. Termino y cojo vuelo.
En la esquina me topo con una mujer. Está agachada en medio de la calle, escudriñando un charco. Tenía rato allí, la había visto desde la plaza. Mientras corro, pienso en la canción That`s entertainment. Y otra camioneta trae a mi memoria mis sospechas anteriores. Tiene encendido el motor, pero sus luces están apagadas. El piloto frena en seco: “Ten cuidado mi pana, pude atropellarte, todo está negro”. Entonces pienso: “Algunos carros son inocentes”. Tomo la pendiente y alcanzo mi casa. Toco el timbre y abre Luisa, hecha un manojo de nervios: “Hubo un accidente. Tu hermano está mal. Atropellaron a YODA. Se fueron a la clínica”. Giro la cabeza y noto la sangre coloreando al pavimento, que hace segundos pisé como un ignorante. El miedo toma el control. Nunca imaginé que mi viernes terminaría así.
Me doy una ducha fría. Pienso en mi hermano Fernando. Estoy angustiado. Mi novia Sofía pasa por mí para ir juntos al veterinario. Todo pasó muy rápido. En la mesa yace mi gato, mi mascota. Su cara ya no existe como la recordaba. Agoniza. Sus llantos se mezclan con los aullidos de otro paciente, un perrito enjaulado; también con los nuestros. Sangre invade su boca. Lágrimas mojan la mía. Aquella canción regresa a mi mente y me sentí culpable. Me calmo y pienso: “Una noche más en Caracas”.
YODA falleció. Lo asesinaron. Un disparo le voló los colmillos. Su piel fue arrancada del hueso y su mandíbula se quebró en dos mitades. Sufrió y mucho.
Lo mataron en la calle, mientras descansaba frente a su casa, como siempre lo hacía con la llegada del atardecer. Su vida la apagó un ser malévolo. Ni la peor plaga se le asemeja. Allí lo dejó, tirado en medio de la calle, para que lo pisara cualquier carro mientras se desangraba. Una vecina le salvó. Desde su ventana le vio arrastrándose por el asfalto, sorteando la velocidad de los vehículos para no quedar hecho papilla. Sobrevivió ese instante.
A esto se reduce su historia: Nació en mi habitación. Yo tenía once años. Fue mi compañero hasta que cumplí veintiuno y ya hace tres días que fue hallado moribundo, con un balín incrustado en su cabeza.
YODA siempre fue alegre. Muy travieso desde chiquito. Cuando tenía pocos meses de nacido encontré su cuello atrapado entre dos palmeras. Era un enano con ínfulas de escalador. Cuando regresaba de sus largas aventuras por los bajos fondos urbanos, sucio y chamuscado, su peregrinaje espiritual culminaba con una solicitud de cariño y comida. Nunca dijo dónde y con quién estaba. Actuaba como si nada.
Un día sufrió un accidente que le afectó el ojo izquierdo. Desde aquel momento su rostro mostraba un rasgo peculiar. No dejó de ser guapo, ahora con aires misteriosos, que le daban cierta elegancia seductora. Con su collar parecía de la realeza. Quizás un soldado uniformado y con cicatrices de guerra. YODA era fuerte. Llegó a sobrevivir un ataque a tiros, propinado años atrás por el mismo psicópata que por fin logró su cometido.
Mi odio sobrepasa escalas infinitas. La oscuridad formula macabras fantasías, que tratan de asimilar una venganza que haga justicia al asqueroso crimen cometido. Siento el infierno. Los demonios me miran a lo ojos.
El mundo cambió para mí en poco tiempo. Eso se lo debo al asesino. Una idea corrompe mi norte. La dulzura quedó atrás. La miseria se apodera de mí y siento que podría ejecutar acciones que nunca imaginé ser capaz de realizar. Pero me freno. Yo soy distinto. No sucumbiré al odio. La vileza nunca será superior a la belleza de este mundo. No olvido que existe la bondad. El amor lo supera todo, incluso a la muerte.
YODA, intento pensar que estás con ella. También te fuiste como un héroe. Siento culpa, es inevitable. Mi dolor es testigo. Allí postrado en la mesa de operaciones, tus ojos irradiaban fuerza y nobleza. Creo que fuiste un ángel, un espíritu que vino a hacernos compañía todos estos años.
Te extrañaré amigo y nunca te olvidaré.
Descansa en paz.
Este homenaje a YODA fue escrito por Juan Ignacio Sosa Röhl
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