Ignacio Pocaterra entra al salón como un rito. Jeans raídos, camisa blanca, barba de dos días. Siempre igual. No necesita más: su presencia basta. La tribuna lo espera como se espera a un dios: lo aguardan los estudiantes de literatura hispanoamericana más brillantes de Emerson College, en su mayoría mujeres, todas jóvenes, deseantes, cargadas de futuro y hormonas.
Él no baja la mirada. Nunca lo ha hecho. La alza con soberbia natural, sin arrogancia. Las seduce antes de hablar. Y cuando habla, su voz—grave, medida, irónica—reconfigura el aire del aula. No dicta clases: hipnotiza. Las palabras le obedecen; las imágenes brotan; el pensamiento vibra como un cristal. Cada idea que expone parece recién nacida.
Doctor en filología a los veinticinco por la Universidad de Salamanca. Becado luego en Yale, visitante ilustre en Oxford. Autor de libros que no solo venden: deslumbran. Críticos, editores, lectores y académicos le rinden pleitesía. Comparado con Borges, aunque más atractivo, más sexual, más pop. Un Borges con cuerpo y venas calientes.
Para sus estudiantes, es algo más: un tótem. Lo siguen como a un gurú. Él las llama “mis ninfas lectoras”. Y ellas ríen. A veces se sonrojan. A veces gimen en silencio.
Pero sólo unas pocas acceden al Edén.
El Edén de las Elegidas no tiene dirección postal. Se entra por una puerta de roble oscuro que da a su despacho, decorado con arte moderno, alfombras persas y olor a cuero, a hombre. Allí las recibe con brandy añejo, Schubert de fondo y palabras suaves. Desnudas en segundos, de pies a cabeza en lingerie Dior e Ives Saint Laurent. Bellas, educadas en Ginebra, en París, en Manhattan. Todas distintas; todas idénticas en el punto ciego del deseo.
Ignacio no ama. Ignacio no finge. Ignacio posee. Les ofrece la gloria íntima de ser deseadas por un genio. Ellas se rinden felices. Le suplican. Le abren el alma como se abre un diario íntimo, convencidas de haber sido elegidas por un dios con ojos mortales. Y cuando se vacía el juego, las desecha. Sin gritos. Sin disculpas. Con una frase cortante y limpia como un bisturí: “Me aburres.”
Esa noche le toca a Carolina.
La encontró bella, inteligente, fluida en sus análisis de Octavio Paz, carnal sin saberlo. Lo atrajo su forma de cruzar las piernas. Su cadencia al hablar. Su manera de no necesitarlo. Por eso la eligió. Por eso la destruye.
Ella llora, suplica, se humilla. Le ofrece viajes, sexo, futuro. Él la corta como quien apaga un cigarro. Ella lo amenaza con su padre, con el decano, con el escándalo. Él sonríe, la congela con un archivo de fotos. Ella calla. Se derrumba. Sale sin rumbo.
Él cierra la puerta, solo, sereno. Se sirve un trago. Toca el lomo de un libro de Cortázar y vuelve a su mesa. A las seis en punto llegará Juliana Restrepo.
Colombiana, veintiún años, figura de diosa precolombina, mente veloz, mirada afilada. Heredera de una fortuna textil. Lista para Harvard. Lista para todo. Ya se prepara frente al espejo, con lingerie francesa, Chanel No.5 y su cuerpo depilado con precisión de orfebre. Se repite que fue elegida porque es la mejor. Y sonríe como niña que cree haber ganado la lotería.
A las seis sharp tocará la puerta. Él ya la espera.
Pero algo ocurre.
Antes de abrir, Ignacio se queda quieto. Por un segundo —apenas uno— no se reconoce. Siente el temblor ínfimo de una idea nueva. No es culpa. No es amor. Es… vacío. Un hueco. Una grieta microscópica que se abre dentro. No sabría nombrarla. Pero está allí. Y duele. Como una duda que no pidió.
Respira. Alisa su camisa. Endurece el rostro. Abre la puerta.
—Juliana.
—Profe.
—Adelante







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