Ocurrió en el silencio y en la noche, cuando el fantasma se despierta y se inicia el tic tac. Esta es la historia de Pancho, un editor de libros que vive en Venezuela. 

Me solicitó caautela, así que narraré los hechos como si estos fueran un cuento.

Francisco Méndez, alias Pancho, tiene esposa y cuatro hijos: ninguno es drogadicto y parecen estudiosos y decorosos. Trabaja en una Editorial de prestigio y es exitoso. Por quince años la suerte fue su aliada. Llegaba a casa, cenaba, veía un rato de televisión—a veces hasta le rogaban por un quickie—y se iba a la cama dichoso, seguro de su vida, en paz con su conciencia. Sus días transcurrían en rutinas predecibles, que le proporcionaban solidez a su piso. 

Se vanagloria de los autores que publica, involucrándose en la producción de sus obras durante el proceso completo: lectura del manuscrito, redacción de la carta de aprobación, llamada con buenas noticias, reuniones con el afortunado escritor, correcciones; en fin, el ejercicio del fino arte de la edición: morfosintaxis, ortografía, coherencia de los caracteres y sucesos, idas y traídas de los cambios, peleas y reconciliaciones, diseño de las páginas y portada, envíos a la imprenta, corrección de pruebas, publicación del libro, organización de eventos de promoción, entrevistas, cócteles, viajes. Todo un mundo de hechos que celebran al ingenio humano; la belleza de la creación literaria. 

Pero algo cambió. 

Pancho llega a su casa y le sirven una sopa. Conversa con su hijo sobre las notas escolares y se retira a ver noticias. Son las diez y se pone el pijama. Agarra el cepillo de dientes y de repente sucede. Es su espejo. Un nuevo rostro está allí, no el suyo, es de otro. ¿Qué es esto? La respuesta son los sonidos de sus tripas, que tiemblan. Todavía no lo entiende y esa noche no duerme. 

Suena el despertador y ya está de pie. Se dirige a la oficina por la ruta habitual, el camino que fue adquiriendo el rostro de la Revolución. Antes aceras, hoy torres de basura. Ayer un gato, quizás un perro, deambulando por allí. Hoy no hay perros ni gatos, solo hombres y sus costillas, hurgando en los desechos. Quizás encuentren un cartón de jugo con gotas salvadoras o un trozo de carne mordisqueado. 

Viene una luz roja y frena. Debajo del semáforo hay una india que pide limosna con su hija en brazos. No sabe si es niña o muñeca. Podrían ser ambas. Es una niña inmóvil. Si no está muerta, podría ser de trapo.

…verde. Avanza.

Sigue su trayecto hacia la Editorial. El puente, construido hace escasos meses, muestra grietas en sus columnas y su diseño es tan feo como las historias que lo justifican. 

¿Por qué no puso gasolina ayer? Por tonto tiene que soportar media hora de cola. Son diez carros delante, hay una sola fila y la máquina dispensa un bajo octanaje que afecta su motor. Pero la cosa no está para preciosismos. Mientras aguarda su turno, gira la cabeza y parece seguro del perímetro. Saca el celular para avisar que llegará tarde. No tiene señal y siente necesidad de liberar los líquidos de su vejiga. Hay tiempo. Sale del auto y pregunta por el baño. El empleado no responde. Está ocupado intercambiando opiniones con su compañero acerca del culito que entró en la tienda… todo un catador de dotes femeninas. 

Pancho no se altera y opta por ubicar el baño sin ayuda. Ha de ser la puerta de allá. La abre y otra vez la cierra sin entrar, porque hacerlo implica un riesgo elevado de no salir. Pocos olores se parecen tanto a la muerte. 

De nuevo en el auto y solo faltan ocho, pero algo ocurre y no avanzan. Una mujer grita en un breaking point con potencial homicida. Baja el vidrio y las voces se las lleva el viento. Nadie reacciona porque la noticia es caliche. Se acabó. No hay gasolina. 

Pancho absorbe el aire y piensa en su mujer. Hace mucho que no tienen quickies. 

¿Podrá llegar a la oficina? No hay opción, porque no existen más gasolineras en esa dirección. Apaga el aire acondicionado y el calor es sofocante por los humos que escupen los motorizados: mosquitos tóxicos y emperadores de las calles. Hacerles un gesto es suicidarse.

Maniobra para no colisionar con alguna de las infinitas motos que vuelan por todas partes y se le viene encima un hueco, que si cae allí llega a China. Lo esquiva. Si sus reflejos fallasen hoy lloraría por la desintegración de su tren delantero, o quizás contemplase la Gran Muralla y el Palacio de Pu Yi. 

La calle fluye en una hora donde la Avenida Rómulo Gallegos solía ser un estacionamiento. Pero ya no hay raspao de cupos y Cadivi es una noticia del pasado. Tiempos que no volverán. Hay que vender un riñón para comprar repuestos. Un golpecito aquí o alguna bobería acá y es comenzar a decirle adiós al mundo automotor. Los carros se borran del paisaje y no solo porque pagar un mecánico es como vivir en Mónaco. También se borró la gente. Millones ya no están y eso se refleja en el tráfico. Caracas perdió su cuerpo y ahora es humo y recuerdos. 

Pancho se alegra porque todavía posee un carro y no como el desdichado de Luis. La vida es injusta. Allí está el gran Luis, ayer un player del departamento de ventas. Pero hace un año vendió su Twingo y anda en Metro.  ¿Y es que esa vaina se puede llamar Metro? Sus cuentos son de terror. El martes llegó sin zapatos, porque se los robaron en la Estación Dos Caminos. También vio a un tipo meando en la papelera y el viernes no vino a la oficina porque los vagones estaban averiados y el carrito por puesto que pasa por su ruta fue secuestrado por encapuchados, que abandonaron a los pasajeros desnudos y en Turgua. ¿Pagar un taxi? Un chiste. Hace meses que a Luis se le ve muy flaco. Al principio le lucía, adquirió cierto aire de galán. Pero la cosa no paró allí y sus kilos siguieron desapareciendo hasta dejarlo hecho un fideo. Un sueldo de gerente alcanza apenas para platillos de faquir. 

Por fin, la Editorial. No hay vigilante y la caseta se hizo de adorno, mientras se desintegra con naturalidad. Tras cinco atracos a mano armada y cuatro robos nocturnos, la empresa optó por ahorrarse los reales.  

Aparca su auto en el puesto reservado. El cartel de Director Editorial ahora es un grafiti de un poeta experto en falos y versos picantes.

El ascensor está varado en el piso tres. En uno de los recurrentes apagones, allí quedó la cosa. Y la escalera le grita a Pancho que los años no pasan en vano. Las piernas son pesadas y apenas si respira. 

Se pasa un pañuelo por la frente y saluda a Judsaidis, mientras esta se sopla las uñas recién pintadas. Le informa que Sergio, autor de Un país que mataron, le ha llamado veinte veces.  

¿Cómo devolverle las llamadas? 

Sergio es un escritor talentoso. Sus obras han sido elogiadas y están agotadas. Antier, Pancho le informó al novelista que su nuevo manuscrito iría a imprenta y en junio sería el lanzamiento a la prensa. El letrado estaba feliz y fue cándido con Pancho. Al recibir la buena nueva, confesó que la Editorial que le publicó su libro anterior no se atrevió a hacerlo con Un país que mataron, porque: ¿no es sabroso que te aprueben dólares a diez, cuando en el mercado negro se cotiza a cien? ¿Vale la pena arriesgar ese lomito con un escritor incómodo?

El orgulloso Pancho le aseguró a Sergio que la suya era una Editorial distinta. Aquí no pasan esas cosaslo nuestro es la literatura, y si es buena, no hay censor que pueda. Pero eso fue hace dos días, antes que Pancho recibiera un email del gerente español, un catalán categórico: no solo se cancela la publicación de Sergio. Toda la división de Narrativa cierra con carácter definitivo. Se dedicarán en exclusiva a publicar libros escolares—de esos que tienen al comandante vestido de Libertador—y al Almanaque Mundial

Años de su vida llegan a su fin. Y para cerrarlos con broche de oro, le toca llamar al escritor y comunicarle la mala noticia. Se armó de valor y escribió una carta penosa y amable. También habló y se disculpó. Elogió a Sergio y le confesó la verdad. La respuesta del escritor disminuyó su angustia. El novelista lo presintió. Gracias al cielo que ya tiene la piel gruesa de tantas contrariedades. Su novela verá el sol, no en junio, pero lo hará.  Meses después, Un país que mataron sería un éxito. Pero eso le pasó a Sergio, que hizo como James Joyce con su Ulises y se encargó de su propia publicación. 

Pancho en cambio no tuvo la misma suerte. A él le visitan los fantasmas. Se mira al espejo y aprieta el cepillo de dientes con fuerza. Y con la otra mano se estira el ojo. ¿Hay luz?  

Se acuesta, pero no tiene caso. Tic tac, tic tac… 

…se desayuna y la comida le sabe igual que la vida: a nada y frita. 


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Una respuesta a “Crónica de un editor en revolución”

  1. Avatar de Veronica,
    Veronica,

    🤭 Un hueco que casi llega a China!!! Qué bueno!

    Verónica

    Le gusta a 1 persona





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