El cáncer se la devoró en tres meses. ¿Cómo una mujer tan bella y saludable, que no conoció de enfermedades, quedaba reducida a un recuerdo?
Conocí a Inés con dieciséis años y apenas la vi le dije a Rafael, mi gran amigo de infancia, que ella sería la madre de mis hijos. Dicho como hecho: nos enamoramos con un sentimiento que solo es posible cuando el corazón aún no ha sido explorador y testigo de las miserias del hombre… las mentiras, las traiciones, la máscara: el gran teatro de la comedia humana.
Nos casamos, yo a los veintitrés y ella a los veinticuatro. Nos fuimos a Madrid a disfrutar de una luna de miel que se extendió el tiempo suficiente, hasta iniciar mis estudios de postgrado en la ciudad de Cambridge, en el estado de Massachusetts. Al concluirlos, viajamos a Tulsa y allí trabajé varios años y tuve a mi primer hijo: Alejandro Andrés.
Regresamos a Caracas y rápido llegaron Juan Ignacio y Fernando. Y a pesar de los avatares de padecer un país sumido en una tragedia colectiva, nuestra unión conyugal se fue fortaleciendo más y más, al punto de autodenominarnos “siameses”, porque todo lo hacíamos juntos: el amor, la amistad, el trabajo…la perfecta simbiosis de vidas que valían la pena ser vividas, con sus luces y también con sus sombras.

Con los años, Venezuela se volvió un reto titánico. La política masticaba a la historia y el semblante del país se entristeció, experimentando el desangre de su población: pobreza, miedo, muerte de oportunidades, desesperanza, éxodo. Pero con cada golpe mi matrimonio se fortalecía y nuestras luchas por cambiar el curso del destino nos enraizó como un árbol, cuyas ramas se extendían en los aires de Caracas y se confundían con sus verdes, en especial con el cerro Ávila, que es el regalo de los dioses para una tierra que sufre y sangra.
Mi existencia se explicaba a partir de una lucha en equipo, dónde mi mujer era la ventana que me permitía ver un horizonte lleno de esperanza y sueños compartidos.
Entonces comenzaron los dolores: la espalda primero, luego las piernas, hasta que una hinchazón en el vientre dio con el diagnóstico correcto: no era estrés, tampoco achaques de la edad: las seis letras malditas resonaron en las cuatro paredes del consultorio y seis tenían que ser, porque el cáncer viene del infierno y es una bestia cruel y con hambre.
Como un rayo, el acto mágico de un duende crudo, en tres meses terminó mi vida como la conocía hasta ese momento. La muerte se asomó como la alternativa viable, eso, o el retiro a algún monasterio tibetano. Mis hijos, espejos de Inés, me contuvieron.
Bella y delicada, femenina y bailarina de ballet, guerrera como pocas, se fue de este mundo en la flor de su existencia, librando una última batalla que fue un ejemplo de dignidad, valor y fortaleza.
Mis tres varones se despidieron, pero las cenizas de su madre quedaron pendientes de un ritual que les hiciera el honor que merecían. Alejandro Andrés tuvo que regresar a sus deberes en Madrid; Juan Ignacio y Fernando cada uno tomó un destino diferente, mientras yo conservaba y atesoraba al cofre sagrado, como el tótem de quien fui alguna vez y también como señal del renacimiento que me urgía experimentar para sobrevivir en esta dimensión con el alma de un estoico.
Los avatares del país hacen que el mapamundi se llene de venezolanos y mis hijos no son la excepción. Dificultades aquí y allá hacían imposible el rencuentro en familia. Quizás el obstáculo fue deliberado, como esos impulsos del inconsciente que frenan a la voluntad, llenándola de excusas baladíes. Cada año desde su fallecimiento era para mí un escalón hacia el mundo desconocido, que solo se alumbraba con las antorchas de la memoria. Y ese recuerdo estaba hecho cenizas, en el cofre que aguardaba por su momento ideal.
Cinco veces trescientos sesenta y cinco, hasta que nuestros hijos y yo al fin nos reencontramos en la Caracas donde vivo, hecho alguien distinto, el hombre que aprendió a vivir en soledad.
Entonces lo decidimos: Inés no podía seguir durmiendo en la urna de polvo. Su espíritu es inmenso, su vida nos marcó con un sello imborrable: era necesario liberarla y que su cuerpo incinerado cobrara una forma a tono con su belleza, con su nobleza y con su ejemplo.
Volvimos la mirada hacia el horizonte y nos topamos con el cerro que salva a Caracas y nos recuerda a sus habitantes que el artista del universo no se olvidó de nosotros, brindando con cada amanecer la oportunidad del cambio.
Lo decidimos: subiríamos hasta el tope de la montaña, a una roca donde si uno mira hacia un lado encuentra a la mar y si voltea la mirada los ojos se pasean por la ciudad completa, con sus luces brillando cual estrellas a punto de chocar para crear universos inéditos.
Era sábado y llovía a cántaros. Alejandro Andrés diseñó la ruta, al fin y al cabo en Madrid mi primogénito es el líder de un grupo de montañistas que ha coronado algunas de las cimas más altas y hermosas de España. “¿Qué debemos llevar?”, pregunté. Y él respondió: “unos cuantos gatorades, algo para comer y un par de linternas”.

Esperamos a que escampara y emprendimos la excursión pasadas las doce del mediodía. Según Alejandro, el camino no era difícil: “llegamos a la cima, hacemos el ritual y nos devolvemos a Caracas siguiendo la dirección hacia el hotel Humboldt. Al llegar a él, tomamos el teleférico y bajamos hasta la ciudad”. No parecía tan complicado: ¡qué equivocado estaba!




La lluvia dejó a la naturaleza mojada: la tierra, las rocas, las ramas y los precipicios. Mido casi dos metros, pero los años no pasan en vano. A mis cincuenta y tantos ya no soy el que alguna vez hacía esos caminos sin mirar atrás y con la espalda erguida. Ahora las rodillas duelen, el cuello grita y el corazón palpita voces que me insultan la osadía. No obstante, continuamos el ascenso. Horas y horas hasta llegar a la cima. Valió la pena: el sol se hundía en la mar, mientras la luna hacía su aparición rodeada de una aureola con los colores del arcoíris… ¡era el ojo de Inés!

Abrimos las latas de atún, cortamos el pan y untamos la mayonesa. Satisfechos los estómagos, el corazón se puso contento y olvidó las penurias del esfuerzo, para solo recrearse con una belleza que no puede describirse sin ser mezquino con los poetas.

Saqué el cofre del morral y nos arrimamos hasta el punto donde si das un paso caes en el aire y vuelas hasta precipitarte en un bosque infinito de árboles que solo son posibles en el paraíso. Cada uno confesó un pensamiento, regaló memorias y selló una promesa.



Entonces las cenizas se mezclaron con la brisa. En un abrir y cerrar de ojos, el cuerpo de mi esposa se hizo montaña, sol, luna, árboles, mar, tierra y ciudad: el paisaje total que al verlo cada día del resto de mis días la veré y la sentiré a ella.



Logrado el objetivo, emprendimos la ruta de regreso, pero ya era de noche y las linternas tuvieron corta existencia, porque a Fernando se le olvidó recargarle las baterías. No quedaba agua, ni gatorades, ni las migas de una galleta.
El hotel Humboldt se veía a lo lejos y mi organismo no daba para más. Gracias a los hombros de mis hijos logré varias veces el apoyo necesario para no sucumbir al cansancio, o a los barrancos. Mas todo tiene un límite y el mío hace tiempo que había sido superado.
La montaña en la noche se transforma en un mundo peligroso, acechado por serpientes, alacranes y algunas bestias capaces de tragarte de un bocado. Intentamos hacer una fogata, mas el legado de aquella lluvia que mencioné lo impidió. La temperatura bajó a niveles preocupantes, donde la hipotermia es una amenaza constante. Aun así no teníamos alternativa: era el riesgo de este mundo incierto, o la muerte que aseguraban los precipicios invisibles.


En la oscuridad y sus peligros, solo la voluntad de coronar la experiencia y rendir los honores debidos posibilitó continuar el trayecto. Pero continuarlo era poco menos que un acto suicida y fue entonces que resolvimos pernoctar en el seno del Ávila, hasta que amaneciera, sin resguardo más allá del abrazo de los árboles y la fuerza de las rocas.



Con los primeros destellos de luz, emprendimos la marcha sin haber dormido ni un instante. La ruta se me hizo infernal. Mis pies eran marmotas muertas y los brazos no ayudaban. Recurrí una y otra vez al sostén de mis hijos, y así fue como pude acompañarlos sin tener que llamar a un helicóptero de la Cruz Roja, o quedar hecho material para un obituario periodístico.



Concluimos la excursión con una bienvenida propia de un país secuestrado por una especie que debe ser material del eslabón perdido: el hotel Humboldt, obra arquitectónica de un pasado luminoso, reducido a la sede de Sodoma y Gomorra, al son de un reguetón mafioso que chocaba contra el cielo, para recordar que el país está hecho un infierno. Mas eso no importaba, al menos no en ese instante.



Nosotros sabíamos de donde veníamos: de un ritual que simbolizó a la perfección la vida de una mujer inolvidable.
*Hoy regreso*
Redención
U obsesión
Prefiero silencio
entre los dos
Eso que llaman
Remordimiento
Es la pena
Del cobarde que
Tienta el lamento
Repito
Mi energía es
Todo lo que contemplo
Falta de ruido
Para un poeta muerto
La vida es de esos
Que cansan su cuerpo
La vida no es aquellos
Que incendian sus deseos
Ahí
Donde vuela el infinito
Es donde regreso
Donde lo eterno
No es solo un sueño
Es amor
Hasta el fin de los tiempos
Es dolor
Hasta el último aliento
Hoy solo nos separa
La cima que divide el mar
con el ocaso de la luna
y el alba del cielo
Hoy te recuerdo
Hoy te resguardo
Hoy te tengo
Hoy regreso
A ver tus ojos en el cielo















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