La historia contemporánea de Venezuela está hecha de espejismos: señales que parecen augurios, rumores que se disfrazan de certezas, y voces que anuncian inminencias que jamás llegan. Entre todos los espejismos, ninguno ha sido tan persistente, tan seductor, tan inútil como la idea de un «quiebre militar». Es el mito moderno del país: la espera interminable de unos hombres de verde que nunca vendrán.
Durante años se ha repetido, casi como un rezo laico, que una parte de las Fuerzas Armadas podría rebelarse, romper el silencio, producir la grieta por donde entraría la luz. Pero esa esperanza se alimenta de una premisa inocente: la creencia de que en Venezuela existen fuerzas armadas convencionales. No existen. Lo que queda de ellas es apenas la sombra de una institución que fue desmantelada, vaciada, reconstruida sobre la lógica del miedo y de la obediencia absoluta.
En su lugar se levantó otro edificio, uno sin cimientos constitucionales: milicias, colectivos, grupos irregulares entrenados en tácticas de insurgencia y armados con tecnología rusa. Ese enjambre —invisible para los esquemas clásicos de inteligencia occidental— constituye hoy el verdadero poder armado de Venezuela. La vieja FANB solo conserva el uniforme, los desfiles, los emblemas que recuerdan lo que fue. Su función principal es simbólica: dar la impresión de normalidad a un país que dejó de serlo hace tiempo.
Los altos mandos ya no son militares, son sobrevivientes, mutantes infernales. Acumularon poder y riqueza en el mismo proceso en que perforaron su propio destino: quienes llevan sobre los hombros crímenes que no prescriben saben que la salida del poder no es una jubilación, sino una sentencia de muerte. Y lo saben también sus familias, que viven bajo una amenaza que no es metafórica, porque son el potencial material de la venganza. En ese ecosistema, la lealtad no es virtud, es autodefensa.
Los mandos medios esperan su turno para participar del festín; los mandos bajos sobreviven como pueden, conscientes de que ningún gesto heroico será reconocido, ni siquiera posible. Cuando lo hicieron, terminaron como indigentes en Colombia, sin techo ni comida, sin oficio ni esperanza. La cadena de mando se volvió una ficción: un teatro donde se imitan las formas militares mientras la lógica interna pertenece a otro orden completamente distinto.
Y aun así, cada tantos años aparece algún personaje —como aquel que leyó el infame decreto de Carmona Estanga cuando además no era a él a quien le tocaba el protagonismo— anunciando movimientos, divisiones, cambios inminentes. No dice nada nuevo, pero sí algo útil: distrae. Alimenta el espejismo. Contribuye a la gran maquinaria de operaciones psicológicas que el régimen ha perfeccionado y que, en ocasiones, también Estados Unidos emplea cuando quiere mover piezas en el tablero geopolítico del Caribe.
Washington comete un error que es más cultural que estratégico: interpreta a Venezuela como si fuese todavía un país que responde a categorías tradicionales. Hablan de quiebres militares, de institucionalidad, de presión, de transiciones, como si se tratara de un Estado fallido convencional y no de una estructura híbrida donde el crimen, la inteligencia y la coerción se entrelazan hasta volverse indistinguibles. No entienden —o no desean entender— que la lógica que gobierna hoy a Venezuela es la del miedo sistematizado: no se obedece por disciplina, sino por supervivencia.
La idea de una guerra prolongada aparece a veces en los análisis como último recurso. Pero incluso esa hipótesis, brutal y desesperada, carece de asidero. Sería una catástrofe para la región y una contradicción para Estados Unidos, que no tiene interés real en abrir otro frente incontrolable. Por eso, lo que queda es aquello que siempre queda cuando la historia se acerca a un callejón sin salida: la negociación. No una negociación moral, ni épica, ni redentora; una negociación geopolítica, fría, silenciosa; donde EEUU, Rusia y China reparten cartas, calculan riesgos, protegen intereses y, si sobra espacio, piensan en los venezolanos.
Al final, lo único que muere en este proceso —además de las esperanzas— es la inocencia analítica. Venezuela no está a las puertas de un quiebre militar. No lo estuvo ayer. No lo está hoy. No lo estará mañana. Y aceptar esa verdad, tan cruda como limpia, es el primer paso para dejar atrás los espejismos y mirar de frente la realidad, por más incómoda que sea.
La lucidez, incluso dolorosa, es una forma de dignidad.







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