Salí de aquel Bar y caminé por las calles húmedas, con faroles agonizando. No deseaba socializar. Me siento así cuando reflexiono sobre la humanidad. La mujer con los ojos de Lucifer rechaza al gordito y para mí su desprecio simboliza lo que está mal en el mundo y me hace cuestionar el sentido de la vida.
Monumental, hermosa y ya tiene el signo del dólar tallado en el alma, la ansiedad por conseguirlo con sus artes, mientras le quede juventud, avivando la imaginación con las estadísticas que evaluamos los hombres. La luz de sus ojos es una llama de averno, colándose por las ventanas de su cuerpo poderoso y dominante.
El gordito la sintió. La cercanía con ella hizo que su autoestima se derritiera en paradojas, dentro del hielo más frío. Esa frialdad me dio corriente en el estómago. La mujer no hizo el mínimo esfuerzo por regalar alguna emoción amable que salvara del derrume a su víctima. Ante sus ojos, ese gordito no era humano, sólo una cosa invendible en el mercado de sus ambiciones.
Al menos si la mujer hubiera sido una puta se trataría de una transacción mercantil sin sentimientos en riesgo. Mas no se trataba de eso. No ejercía la profesión más antigua. Sólo era una mujer cualquiera que vestía con atuendos que estimulan la testosterona. Claro que su fin en aquel lugar era pescar en un mar de cálculos y oportunidades.
Ella era una carnada y nada humano podía sentirse en sus brazos cruzados, la mirada de hastío y esa altivez que escribía la historia del desprecio. Cuando quiso pescarme ya sus chances habían muerto. Verla actuar frente al gordito hizo que su belleza se perdiera en el túnel de la fealdad. Al salir de aquel Bar, la dejé sobre las piernas de otro pez que sí pescó. Las aletas aventureras de ese pescado hurgaban las prendas del pecado, como lagartijas convulsas que se reían del gordito.
Camino los empedrados y llego al puente. El río no duerme. Las estrellas usan las aguas como sus espejos y bailan con ritmos suaves. Intento copiarlas para que mi propio reflejo se una a la fiesta. No tengo éxito. Lo que sí conquisto es el abismo. Un líquido negro, aguas que penetran mis honduras para que mis lágrimas se hagan invisibles.
Las memorias me asaltan con sus imágenes del pasado y hambrientas me secuestran. Estas bestias sólo descansan cuando mi cabeza se pierde entre el ruido del mundo. Mi soledad es una máquina del tiempo sin cables ni hierros. Es más poderosa que la de Wells. Mis neuronas hacen mejor conexión, viajando más rápido que la velocidad de la luz.
Abro los ojos y estoy en mi juventud con Jorge y Víctor, mis panas del colegio, cómplices de anécdotas inconfesables. Somos tres amigos conversando en una fiesta, donde las palabras pierden la batalla contra los sonidos de Phil Collins. Cerca de nosotros hay una belleza.
Jorge está emocionado y desea bailar con ella. Le ayudo usando un cuba libre de aliado. Sus manos le tiemblan y su tez es la de un fantasma. A Jorge le tenía un cariño especial. Años atrás lo había rescatado de una golpiza que le dejó el ojo morado y el corazón marcado. Desde entonces fue frágil, arrastrándose con los latidos de aquellos puños, de aquellas burlas, de aquellos epítetos envenenados. Tenemos quince años, pero ya su alma está vieja y cansada, arrugada de tanto llorar en silencio. Dentro de su pecho late una uva seca.
Se zampa el trago que le doy. Me pregunta algo desnudando sus inseguridades y le respondo con un pincel mentiroso, que dibuja en su rostro una vida que segundos antes no existía. Le doy unas palmaditas en la espalda, como el coach que saca al jugador de la banca y le incita a golear al contendor. Sus temblores casi rompen el vaso que me devolvió.
Llega hasta la muchacha, hermosa como una muñeca de cristal. Observa a mi amigo con una mirada que debió ser una escena de terror para Jorge. Su rictus y actitud silencian la música. Con los ojos invita a sus amigas a crear con ella la pandilla de la maldad. El desenlace da miedo.
Hago un intento fallido para detener a Jorge. Ellas ríen a carcajadas y las hienas suman otros miembros a su equipo: Carlos, Pedro y Luis, el trío de futuros enchufados que en esta fiesta son vampiros, porque se chupan los restos de mi amigo. Fueron segundos con los trajes de las horas.
Arribo al rescate y no hay nada que salvar. Jorge dejó de ser humano, hecho escombros de una memoria que se desvanece. Me enfuresco y tomo a mi pana del brazo para sacarlo de esa crueldad: el teatro del espanto que bajó el telón a su existencia.
La máquina me regresa al tiempo presente y soy otra vez un cuarentón asomado en un puente. El abismo helado se derrite. Resurgen las aguas y las estrellas me observan con los ojos de Jorge.
Mis lágrimas ya no se refugian en el río y me empapan el rostro enfriándome, como aquella mujer del Bar que haré el esfuerzo de olvidar.







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