Uno de los factores más irritantes de la situación política venezolana es su apuesta a lo esotérico. Primero fueron las fiestas electorales. Desde 2004 se demostró que el sistema estaba viciado y que eran imposibles unos comicios limpios. No obstante, una y otra vez el liderazgo repitió el mantra de la “unidad” y la falacia de que la participación masiva neutralizaría toda posibilidad de robo. La experiencia a través de los años reveló que el blindaje fraudulento era impecable y no había forma de doblegarlo. Pero la insistencia en creer en mesías pudo más. La gente, transformada en ratas del “flautista de Hamelín”, conservó el hechizo con la música que ahogó a Venezuela en el río de las mentiras, las traiciones y las decepciones.
Veintiséis años han transcurrido desde que el país fue secuestrado por una tiranía que no respeta leyes, ni las humanas ni las divinas. Uno pensaría que casi tres décadas es tiempo suficiente para no repetir errores. Y aquí llegamos al punto inicial: lo esotérico. El pensamiento cede su lugar a la esperanza ciega en el mesías de moda, a la magia. Las voces de la razón se acallan. La crítica se repudia con las vísceras y cualquier chance de un debate dialéctico es enterrado por los odios y el silencio.
La política se convierte en un altar con velas encendidas a la fe que no resiste un análisis serio. Recuerdo cuando de niño iba a ciertos velorios y me encontraba una hilera de mujeres con mantillas negras, murmurando frases ininteligibles, creando una atmósfera litúrgica impenetrable. En ese ambiente, abrir la boca para hablar de cualquier cosa diferente a la plegaria se volvía un sacrilegio y automáticamente te ganabas alguna mirada odiosa y hasta una reprimenda que te dejaba apenado el día entero. En Venezuela la política es algo similar a un grupo de beatas rezando un rosario. Si se te ocurre decir pío, de inmediato sufres la expulsión del club y eres condenado al ostracismo. Lo cierto es que se prometió que con las actas probatorias la tiranía se desplomaría. No lo hizo. Pasaron seis meses. Entonces se aseguró que el presidente legítimo sería juramentado en enero. No ocurrió. Otros diez meses se fueron de paseo. Y la política transmutó de promesas incumplidas a esoterismo puro y simple: se practica la religión del ruego y la incertidumbre. Venezuela transformada en un juego de póker geopolítico, donde cada una de las cartas las posee el presidente de los Estados Unidos, sentado a una mesa dentro de sus Vegas neuronales, que hacen sinapsis con la comprensión de una realidad infantilizada.
Trump parte de una premisa falsa, esbozada por la inteligencia fallida que le provee su Secretario de Estado, quien a su vez es víctima de reportes mentirosos. Los políticos criollos convencieron a Marco Rubio de que en Venezuela existe la posibilidad de un quiebre de las fuerzas armadas si se presiona lo suficiente. No revisan la historia. No aprenden del pasado. Insisten en un deseo delirante, porque en Venezuela no existen FFAA. Lo que hay es una guardia pretoriana ideologizada durante más de dos décadas y cuyo mundo sin el tirano no existe. Entonces estallan la guerra psicológica con un bluf sin máscara: movilizan flotas al Caribe; peñeros vuelan en mil pedazos en aguas internacionales y voceros son contratados para que azucen el misterio: ¿invadirán? ¿asesinarán al tirano? ¿Será un operativo de extracción simple, o explotará un conflicto incontrolable? Humo, humo y más humo… el país hecho de humo.
El misterio forma nubes y tinieblas en el paisaje, abriendo las compuertas al universo de los dimes y diretes, los chismes de pasillo y los rumores picantes, que crean ansiedad, miedo y esperanza, mientras el reloj hace tic tac. La lideresa promete villas y castillos, ofrece petróleo y todos los minerales preciosos; oportunidades de inversión aquí y allá, mientras reza para que Trump se entusiasme más y más, hasta que por fin presione el botón y ¡Shazam!…100 días Venezuela gobernada por gente competente, que vendrá limpiecita a gozar de la victoria, volando en dragones desde las tierras del primer mundo para dirigir a PDVSA, al Ministerio tal y al Instituto cual; haciendo maravillas con sus varitas mágicas para que ocho millones de compatriotas regresen del exilio y felices se abracen en aires llenos de gaviotas, periquitos y guacamayas alegrando la fiesta de la resurrección nacional.
El esoterismo y la irresponsabilidad se fortalecen manipulando las esperanzas de un pueblo desesperado por escuchar buenas noticias; perdidos en el desierto, comprando oasis de palmeras y lagos, dibujados por dirigentes atrapados en sus propios delirios. Las velas del altar tienen dos santos: el político que ofrece Disney World a niños harapientos; y Donald Trump, jugando a ser el emperador del planeta, sentado a la mesa de un póker infantil.
Y es pueril porque a pesar de tanta bravuconada, al final será el lobo que no apareció y dejó a Pedrito como Pinocho; un “Bienvenido Mr. Marshall” versión siglo XXI y tropical. Trump se dará cuenta que nunca habrá quiebre militar y que una invasión sería repetir el escenario de Irak y quizás hasta Vietnam. Los rusos y los chinos también juegan. Y Rusia ya dejó claro que apoyará a la tiranía con todas las armas, los satélites y la infraestructura necesaria para dar un combate de larga duración. Ningún mandatario en su sano juicio entraría en un conflicto de esa naturaleza en una tierra extranjera, sabiendo que las posibilidades de salir airoso son tan bajas y las de hacer el ridículo tan altas.
Lo que nadie se pregunta es lo siguiente: si se eligió a un presidente legítimo el año pasado, ¿por qué este mandatario no se encarga de organizar un gobierno y una fuerza armada capaz de hacer el trabajo que se le ruega a Trump que realice? ¿No sería más digno para la nación que sea su propia gente la que se encargue de liberarla?
Con los miles de millones de dólares en ayudas recibidas y los activos internacionales a su disposición, este presidente legítimo podría entrenar, bajo el protocolo de la DEA, a los excelentes militares venezolanos que se encuentran en el exilio. Tiene la potestad para celebrar tratados bilaterales de colaboración con el Departamento de Defensa y de Justicia de los EEUU y así constituir una fuerza capaz de penetrar el territorio, tomar el poder usurpado y permitir la instalación de bases militares para combatir a la insurgencia de forma permanente.
Este escenario permitiría que las acciones ejecutadas fueran responsabilidad del gobierno de Venezuela y no habría espacio para condenar invasiones extranjeras. Tampoco tendría Trump que justificar nada ante su Congreso, ni ante sus electores. Minimizaría el riesgo de quedar en ridículo, o de provocar terremotos en un tablero de ajedrez geopolítico que hoy por hoy tiene a China y a Rusia como players que no se doblegarán a una potencia que no tiene la fuerza de la guerra fría.
Obvio que este escenario también trae consigo muchos imponderables y que debido a los años que se desperdiciaron suena casi tan delirante como la opción que hoy se baraja: ¿Cómo serían los enfrentamientos? ¿Cuánto tiempo se prolongarían? ¿Qué pasará con el territorio mientras tanto? ¿Cómo irán los niños al colegio, los enfermos a los hospitales, los trabajadores a su trabajo? ¿Qué pasaría con los comercios y las empresas, los puertos y aeropuertos; la internet, las vías de comunicación? ¿Hay refugios para proteger a la población de las bombas?¿Cómo se controlaría el nuevo tsunami de personas huyendo del país? ¿Podrá haber gobernanza mientras se sufre la insurgencia armada, dispuesta a asesinar a quien se le cruce por delante? Son las mismas preguntas que se hace Trump. Y ese es el punto. Es a Trump a quien los políticos venezolanos delegaron una responsabilidad que solo a ellos corresponde. El esoterismo gana: prenden velas a Trump y rezan. Y al que se le ocurra chistar, ¡bum!, a callarse so pena de sufrir ostracismo en esteroides y ser tatuado en la frente con la letra escarlata de «chavista».
En vez de altares, velas y promesas huecas; espejismos y shows mediáticos, los políticos han debido hacer el trabajo de organizar la toma del poder con las acciones descritas en el segundo escenario expuesto, al menos planteárselo, pero nunca estuvieron dispuestos. Lo suyo, salvo honrosas excepciones, es vivir del cuento: generar expectativas gigantes, manipular las esperanzas de los necesitados y al final quedarse de brazos cruzados, salvo para enriquecerse con los aportes de las fiestas electorales, los “espacios” de gobierno concedidos por la tiranía para maquillarse con colorete democrático; y las ayudas humanitarias.
Es un negocio redondo y se llama “La lucha por Venezuela”. Así le dijimos adiós a veintiséis años. Y el crónico infantilismo no se curó, se acentuó. La inteligencia se borró y dejó un hueco que solo llenan las mentiras, los delirios y la esperanza. La decepción es el resultado inevitable, hasta que llegue el nuevo show y levante el altar para rezarle a otro santo, que puede ser cualquiera: un lagarto, el perro de la esquina, hasta una jirafa. Lo importante es una sola cosa: el ungido ha de prometer lo que la gente desea escuchar.
Esoterismo, velas y un destino hecho de humo.
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